Amar lleva a pensar en el bien del otro antes que en el propio. Sentir la plenitud en salirse de uno mismo. Des ensimismarse. Por eso lo experimentamos como un despertar. Un nuevo mundo, más pleno, se nos abre. Pero hay un problema. Y es que ese salirse no puede ser renuncia a uno mismo. Si dejamos de querernos. Si abandonamos nuestros sueños. Si nos dejamos, el hechizo se rompe. Dejando de ser uno, uno no puede ser amado. Y tampoco amar con la serenidad necesaria. Con el dejar ser. Al otro y a uno mismo. Parece que el amor fuera un arte de dioses. Un arte para contorsionistas del alma, capaces de salirse de sí mismos sin dejar de ser ellos mismos. Para seres por encima del apremio de una vida finita, por encima de las pasiones, pero capaces de sentir fuego en las entrañas. Serenos y embriagados a la vez. Tranquilos como el infierno.
Tú, yo y nosotros.
Y en ese equilibrio del tú y el yo se
da lo trágico. Porque aparece el contexto. Mi yo está ligado a mi
circunstancia, mi situación aquí y ahora, condicionada desde el
pasado y proyectada a un futuro. Mi proyecto de vida no se da en el
Olimpo. Sino aquí en la tierra. Y ello significa que hay un montón
de cosas que no controlo. Y como me fundo con la circunstancia, soy
mi circunstancia, mi vida está incontrolada. También la tuya. Y por
eso a veces adviene lo trágico: nos queremos pero nuestras vidas
pueden apuntar lejos una de la otra. Y entonces ya no es posible el
equilibrio. No es posible estar en el otro sin perderse del todo a
uno mismo. Se acabó la posibilidad de hacer magia.
¿O es posible? ¿Puede la magia vencer
a los kilómetros, a las primas de riesgo, a los sueños
profesionales, a los …..?
La respuesta depende del yo, del tú y
del nosotros.
Un yo con verdadera vocación de
profundidad creo que puede desplazarse por toda circunstancia sin
traicionarse. El tú y el nosotros, por supuesto, han de estar a la
altura.