Ocho de la mañana,
llegas tarde a la entrevista, saltas de la cama, te arreglas como
puedes, bajas las escaleras, sales a la calle, paras un taxi, le das
la dirección, arranca y de repente el taxista te pregunta “¿Cómo
estás?” He ahí un milagro.
Digo milagro porque
verdaderamente es un momento mágico. Un instante en el que se
desploma todo un orden del mundo mediante algo que no puede ser
explicado mediante la lógica de ese mundo. ¿Qué sentido tiene que
un taxista, un desconocido, me pregunte cómo estoy, abiertamente,
con claridad en los ojos? Lo cierto es que algo se abre en nuestro
interior... y el profundo orden de cemento y maquinaria se
resquebraja.
Porque nuestro día a día
está impregnado de cemento y maquinaria. Instrumentos. La mayoría
de las personas con las que tratamos pero no conocemos e incluso a
veces aquellas a quienes más queremos, son tratadas como
instrumentos, medios para nuestros fines. Lo humano que hay en ellas
queda arrasado por la mirada instrumental.
En una obra o una fábrica
es muy evidente cómo los jefes tratan a los empleados como meras
herramientas. En el sector servicios se da además la des
humanización cliente-empleado. Uno sólo ve dinero, el otro un deseo
a satisfacer. Que la persona sea una u otra es tan importante como
que el metro que me lleva a casa todas las noches sea el mismo. Lo
único relevante es que pase a la misma hora. Que funcione.
Y a pesar de este
desolador contexto de des humanización, lo cierto es que todos los
días hay milagros. El profesor Juan Antonio Estrada una vez me
explicó que existen dos maneras de entenderlos, objetiva y
subjetiva. La objetiva es la clásica: un milagro es un fenómeno que
no puede ser explicado más que recurriendo a la intervención
divina.
La segunda manera, el
milagro subjetivamente entendido, tiene que ver con el papel que
juega en la vida de la persona. No importa lo que el fenómeno sea a
la luz de un microscopio, sino cómo me hace vivir. Para el creyente
el milagro es así una fuente de esperanza y de confianza.
La pregunta del taxista
nos arranca de la instrumentalización. Como explica Enrique Dussel,
ya no es objeto ni instrumento. De súbito, una cosa se
convierte en un alguien. Y
eso no se logra mediante un raciocionio frío, un cálculo racional o
una deducción. Ya Descartes mostró cómo si nos valemos únicamente
de una razón reptiliana, despojada de carnalidad, podemos dudar de
que el resto de la humanidad sean personas en vez de autómatas e
incluso de que nosotros mismos seamos cerebros en cubetas al estilo
Matrix.
Por
eso es tan maravilloso el episodio del taxista. Nos muestra que somos
seres dotados de algo más. Corazón, alma, potencia ética,
conciencia de alteridad... no sé ni cómo llamarlo, pero lo
importante es que somos algo que no cabe en los estrechos márgenes
de la vida de cemento y herramientas. Algo inexplicable si pensamos
desde esos estrechos márgenes, milagro objetivo. Algo que alimenta
la esperanza y la confianza, milagro subjetivo.
“Aún más que con los
labios,
Hablamos con los ojos;
Con los labios hablamos de
la tierra,
con los ojos del cielo y
de nosotros”
(Manuel Acuña, Hojas
secas)