El capital dice que quien da tiene que recibir algo a
cambio. Te doy mi tiempo, te doy mi vida y tú me das dinero. Te doy mi dinero y
tú me das cosas con las que ser feliz.
Uno de los efectos más perversos del mundo mercantilizado
donde vivimos es la contaminación. No la del medio ambiente, que
también, sino la de los otros órdenes de la vida. Aquellos espacios que
deberían permanecer ajenos a esa lógica siniestra del valor como precio. De la
relación como intercambio e interés.
En el terreno del arte podemos ver miles de ejemplos de
corrupción. De artistas que se inclinan ante el Dios dinero. Y de súbditos que
consumen productos como si de hamburguesas se tratara.
En el amor ocurre lo mismo. El capital dicta:
quien da tiene que recibir algo a cambio y si no nos lo dan, nos han estafado.
Así, algo se conmueve en nosotros. Nos hemos dado a cambio de nada. Y nos
sentimos débiles. Esta es la lógica que mueve los celos, la angustia del no
sentirse querido y los malos tratos.
Pero la esencia del amor es otra. Amar ha de ser un dar sin
esperar nada a cambio. Pura esencia del regalo. Un dar pleno. Y contra lo que
nos enseñaron de pequeños, no hay debilidad alguna en dar sin recibir a cambio.
No hay debilidad alguna en desnudar nuestro corazón y dar. Sin esperar una recompensa, sin posesión.
Al contrario, dar (se) es testimonio de fortaleza
desbordante. Un ser que no cabe en sí. Porque solo quien rebosa ser puede dar
(se). Las imágenes del capital identifican el amor con la debilidad. Un ser
fuerte se mantiene “en su sitio”, sigue
su camino, no cede ante las pasiones, dicen los apóstoles de la muerte.
No hay mayor mentira.